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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

Sinfonía Concertante

José Blanco

 

Una vez, siendo niño, me perdí en Bilbao. Desde entonces esta ciudad despierta en mí atracciones y reservas a partes iguales. Sin embargo, he de reconocer que el canto de las sirenas se ha impuesto a toda cautela, invariablemente, desde que tengo uso de razón, lo que sin duda para algunos denotaría un uso deficitario, razonablemente; y hasta hoy, porque ese es el motivo de que haya aceptado esta cita, en este lugar, a esta hora, a estas alturas de mi vida.

Hay un principio cartesiano según el cual la forma o circunstancias en que se producen hechos primordiales en la vida de una persona, determinará sus particulares inclinaciones y respuestas ante experiencias similares en el futuro. Quizás eso es lo que me sucede. No lo sé. Es como si me hubiera nacido una rosa con forma de laberinto en la zona del pecho. Ciertamente, lo que al final nos queda de una ciudad es lo que vivimos en ella. Como quiera que mi primera experiencia íntima con Bilbao fue tan aventurada, ya no he sabido sino extraviarme de todo corazón.

Solté la mano de mi madre y me lancé a explorar las Siete Calles. Claro que entonces yo no sabía cuántas eran ni me importaba lo más mínimo. Todo lo que contaba para mí se reducía al sistema binario: un padre, una madre; una bata de colegio, una señorita Azucena; un recreo, un balón de curtiz; un hambre voraz, un bocata de mortadela; una pataleta, un vete a dormir sin ver la tele... Si en el binomio mano de madre más mano de hijo suprimimos uno de los dos términos, el resultado arroja un hipo elevado a la enésima potencia de la capacidad torácica del mocoso que yo era, partido por una cantidad nada despreciable de mamás dispuestas a adoptarme. Hasta que, a fin de cuentas, apareció la que yo invocaba con desesperación.

Me he perdido más veces y con peores consecuencias, incluso sin haberme sustraído al contacto con las coordenadas espacio-temporales. Se puede ingresar en el laberinto sin necesidad de dar un paso, aun sin cambiar de postura; en ocasiones basta con atender una llamada de teléfono, o con rasgar un sobre del buzón, o, como en este caso, con abrir un correo electrónico. Ha bastado un solo clic sobre el icono de Enviar y recibir, para que un intrincado sistema de corredores y pasillos, encrucijadas y galerías, muros y estancias cegadas se erigiera entorno, cimentado sobre un texto breve, casi anodino.

Hola, Jose, decía el mensaje, soy Eva, no sé si te acordarás de mí… Eva, ¡cómo no acordarme! Por lo visto había leído mi entrevista en el periódico y le había gustado saber que sigo escribiendo. También había buceado en mi página web y confesaba estar impresionada. Quería comentar conmigo todas estas cosas, para lo que me dejaba su número por si me apetecía llamarla alguna vez. Bueno, tú verás, concluía su telegráfica reaparición. Enhorabuena, poeta. Besos de Eva.

Eva cual Nefernefernefer retornada de la gruta de los embalsamadores... La sola mención de su nombre evoca en mí ecos de seducción y prevención de la misma especie que la ciudad de nuestros derroteros, cuya quietud y oscuridad explorábamos, nosotros los amantes, como peces eléctricos, extraordinarios y monstruosos, en noches abisales. Luego buscábamos refugio en una casa de piel, levantada con caricias, donde dormíamos abrazados. Pero al despertar abría los ojos indefectiblemente en plena caída libre, porque la sima se había prolongado al lecho. En la distancia puedo recordar que el precipicio ya se asomaba a aquellos ojos, y fue precisamente esa frialdad en la que me despeñara una y otra vez lo que me atrajo.

No lo pensé dos veces. El azar me ofrecía la posibilidad de despojarme de rancios lastres sin resolver. Una breve llamada sirvió para fijar el encuentro al día siguiente, para charlar y asistir juntos a un concierto en el Teatro Arriaga. Esa misma noche tuve este sueño: Es un atardecer incendiario en un erial con palomares de adobe. Uno de estos edificios sobrecoge por sus dimensiones, reproduce a escala descomunal una versión tosca y ruinosa del Teatro Arriaga, delante del cual está Eva, embutida en un mono de cuero negro. Trato de llamar su atención. Le arrojo mis llaves, que caen a sus pies. No las recoge. Me mira indolente, masticando chicle, al tiempo que se abre los cueros y, medio desnuda, se acuclilla para mear. Quiero decirle cómo me siento, cómo cuando se fue me quedé hecho una piltrafa, y que desde entonces no había pasado un solo día sin que sintiera la necesidad de borrarme la rosa tatuada en el pecho. Tengo tanto que ofrecerle que, si me diera la oportunidad, pondría al servicio de su encanto (y su escatología) mis rudimentos de mitómano flagrante, este tragilirismo impostado, un efectismo pseudo-ornamental, y/o el realismo más guarro. Mas las palabras se resisten. El largo reguero de orina se ha tragado las llaves y anega mis botas. Yo sólo consigo arrancarme los gorgoritos del Aria nº 14 de la Reina de la Noche (muy bien entonada, por cierto), que provoca un zureo de palomas.

Al hollar Bilbao, la rosa de mi pecho se abre con el aroma pleno de un tiempo de errabundia. Volver a esta ciudad es volver sin remedio a aquélla de orines porticados y cieno abierto, de letanías y polvos patrullados en el parque; aunque hoy ofrezca otra cara, más amable sin duda, no necesito emplearme a fondo para rastrear, para añorar incluso, las huellas de tantos pasos perdidos.

Creo que eso es lo que estoy tratando de averiguar, hasta qué punto me reconozco en ese arco de personas y facetas sucesivas, tendido entre el poeta adolescente y el que ahora escribe. Yo le llevo la ventaja del tiempo, él me saca la de la intensidad. Lo que nos une, lo que todavía compartimos, porque ha crecido con nosotros como una marca de nacimiento instalada debajo de la piel, a la altura del pecho, es la atracción del abismo. Entre ambos se establece un diálogo árido y melancólico, dulce y acíbar, que encuentra su trasunto en el duelo vehemente y tierno del violín y la viola en la Sinfonía Concertante. La música nos asiste allá donde las palabras no alcanzan. Somos violín y viola, concertados por la mujer que se sienta a mi lado y sonríe en la penumbra del teatro cuando le tomo la mano para completar el binomio, y, sin embargo, ignora que es ella quien concita la reunión de sendos esclavos felices, quien ha forzado esta pirueta del azar, encogiendo el tiempo, abocándome inopinadamente a la salida.

Siempre supe que acabaría rebasando el umbral y sería libre al fin. Lo que no imaginaba es que, llegado el momento, una parte de mí recularía ante el resplandor, desganado como un Minotauro empedernido, resistiéndose a abandonar el aire viciado de su dédalo; mientras otra parte pugnaría por abrirse paso a través de la crisálida. Más duro es admitir de nuevo mi desorientación, no distinguir el adentro del afuera, y aceptar, finalmente, que todo sigue reduciéndose al sistema binario: una mano de Eva, una mano adánica; un violín, una viola; un Mozart, un Arriaga; una música oficial del Paraíso, una música oficial del laberinto.

Sinfonía Concertante
 

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